domingo, 6 de julio de 2014

Cuando desaparecieron todos los grandes (primer post)

En un pueblo llamado Coronel Corteza cierto día desaparecieron todos los adultos. Y no solo los adultos, sino todas las personas que para los ojos de los niños menores de siete años ya eran grandes. Así que María, Luisa, Jorge, Alfonso y decenas de otros niños que tenían diez o más años también desaparecieron.


Justo un día antes, muchos de los pequeños que habitaban Coronel Corteza habían deseado que todas aquellas personas grandes desaparecieran. ¿Que por qué? ¿No es obvio? A ningún niño le gustaba que la gente mayor le dijera lo que tenía que hacer y lo que no podía hacer.

Que no juegues en la sala porque puedes romper algunos de los adornos, que no comas los dulces que son para los invitados de la fiesta, que no subas a la gata en tu cama porque te puede pasar un virus, que comas toda la comida incluso cuando la prepara tu tía Mechita, que le hagas caso a la profesora en el colegio, que no le jales la trenza a tu amiguita Silvanita escuchaba una y otra vez el pobre de Agustín. Por eso, aquel día estaba muy molesto porque estaba harto de que las personas mayores que él, sobre todo sus padres, no le dejasen hacer nada divertido. Antes de irse al colegio, comenzó a preguntarse sobre cómo sería un mundo sin adultos.

Carlos también estaba aburrido de los mayores. Cuando cogía las crayolas y colores y pintaba las paredes de su cuarto creando incuestionables obras de artes, su mamá le gritaba y le obligaba a borrar cada una de sus preciados dibujos con un trapo mojado. Cuando iba al colegio, los niños más grandes le quitaban sus cosas y le fastidiaban.

Agustín y Carlos no eran los únicos niños cansados de escuchar las fastidiosas órdenes de los demás. Enrique, Renato, Gloria, Diana, Silvanita y otros más imaginaron que un mundo sin grandes era como el paraíso. 

"Sería mejor. Primero le cambiaría el nombre Coronel Corteza porque nadie sabe quién fue ese señor y le pondría Capitán Cucaracha", le dijo Carlos a Agustín mientras este le jalaba la trencita a su amiga Silvanita. Capitán Cucaracha era un dibujo animado que veían todos los niños en la televisión. 

Agustín estaba de acuerdo con el nombre, pero Silvanita no y por eso comentó: "No me gusta Capitán Cucaracha, prefiero Mundo Arcoiris". Como no se ponían de acuerdo ni con el nombre, dejaron de hablar del tema, aunque dentro de sus cabezas siguieron pensando en eso. 

Pero ahora ya no tenían que pensar en aquel mundo, sino que estaban en él. Cada una de las personas que tenía diez años o más había desaparecido de Coronel Corteza. Agustín, Carlos, Enrique, Renato, Gloria, Diana, Silvanita y todos los demás niños estaban, al parecer, en su mundo ideal. 

domingo, 8 de junio de 2014

Los exterminadores de bichos


Primer post.
Segundo post.
Tercer post
Cuarto post.


Los exterminadores de bichos (cuarto y último post)

Los últimos 10 minutos que Mariana y Gabriel habían estado en el sótano realmente no los esperaban. 

Les había pasado en algunas ocasiones que ciertos clientes intentaban aprovecharse de ellos: después de haber desinfectado una casa, los dueños se negaban a pagar porque, como Mariana y Gabriel eran pequeños, creían que no se rebelarían. Se equivocaban, pues los exterminadores de bichos siempre se vengaban. Bueno, Gabriel lo hacía; Mariana se conformaba con su suerte

El niño volvía a infestar de bichos las casas de aquellas personas sin escrúpulos. Se arrodillaba y agachaba su cabeza, y con ella el casco con antenas, hacia la tierra y emitía unas ondas. De ese modo, gracias al invento de su padre, las cucarachas, las hormigas, las mariposas y todos los animales con antenas llegaban en filas hipnotizadas del mismo modo que lo haría algún flautista con las ratas de alguna ciudad llamada Hamelín. Sucedió una vez que también llegó una fila de jirafas. 

Pero hasta ahora ningún cliente había intentado encerrarlos en una jaula. Mariana entendía ahora la frase que una antigua amiga suya repetía: "Siempre hay una primera vez para todo". Aunque probablemente su amiga lo decía en otro sentido. 


Estaban en la jaula atrapados esperando saber qué haría el señor Ramsés con ellos. "Quiere su sangre de niños para no envejecer. Bueno, tú sangre, niño, porque la tuya, niña, ya está un poco pasadita", les comentó un poco preocupado el señor Vicente y siguió, aunque esta vez un poco emocionado: "¿Pueden creerlo? Sangre joven para mantenerse joven. ¡Qué fácil solución! Solo hay que tomarla y bañarse en ella".

Vicente había intentado detener a Ramsés, pero la verdad es que le temía y más desde que a su amigo Leandro lo convirtió en una especie de marioneta. 

Vicente y Leandro eran robots con inteligencia, sentimientos e imagen humana que Ramsés había comprado hacía unos cuatro años atrás. Dos años después quedó prohibida su venta porque las personas temían confundirlos con gente de verdad. Él los adquirió porque quería que le ayudasen a atrapar niños y no quería compartir con ningún otro humano el secreto de cómo conservar la juventud. 

Pero Leandro y Vicente creían que lo que planeaba su amo no era del todo correcto. Un día Leandro protestó y Ramsés, como castigo, cambió su configuración para que actuara como un simple robot que recibiera órdenes. Amenazó a Vicente con hacerle lo mismo. 

Así que ahí estaban todos en el sótano. Ramsés  preparaba sus instrumentos para destilar la sangre de Gabriel; Leandro custodiaba a los pequeños; Vicente observaba desde un rincón lo que haría su amo; Gabriel estaba asustado en la jaula sin saber cómo escaparían de aquel lugar; Mariana, un poco preocupada sobre todo por su hermano, imaginaba un plan para huir de ahí; y Elliot –así es, no había escapado del sótano estaba escondido debajo de una de las tantas cajas que habían en el cuarto. 

Mariana recordó que en su bolsillo tenía el espray lanzallamas que tanto escondía a su hermano. Esta vez tenía que usarlo como arma contra otro tipo de bichos, aunque se le ocurrió que Gabriel podría hacer algo primero. "Gabriel, usa tu casco para atraer a todos los insectos que puedas", le pidió y él obedeció. 

Poco a poco aparecían filas de hormigas que salían de todas las ranuras de las paredes del sótano. Algunas cucarachas se asomaban. Aún eran pocos insectos y parecía que el señor Ramsés ya estaba listo para vaciar la sangre del niño. En sus manos tenía una jeringa muy grande cuya base estaba conectada a dos finas mangueras que finalmente desembocarían el líquido a un recipiente de acero. "Leandro, trae al niño", ordenó el hombre de negro. 

"Gabriel, sigue con los insectos", dijo Mariana a su hermano mientras este era de nuevo atrapado por los alambres de Leandro. Las hormigas, las cucarachas y ahora también algunos escarabajos, grillos, abejas y moscas se dirigían hacia Gabriel. 

"¡Auuuuuuuuch!", gritó Gabriel por el pinchazo de la aguja en su brazo. Ramsés estaba a punto de apretar el botón de la jeringa que comenzaría a succionar su sangre, pero justo vio que miles de bichos recorrían su cuerpo, el de Gabriel y el de Leandro. Se asustó, gritó y cayó al suelo. 

"¡Quítame los insectos!", ordenó otra vez a Leandro, quien dejó a Gabriel libre para realizar la nueva tarea que le pedía su amo.

Gabriel dejó de transmitir ondas con su casco y todos los insectos dejaron de estar hipnotizados y comenzaron a moverse libremente. Mariana aprovechó el alboroto para pedirle a Vicente que la libere. Una vez fuera de la jaula, lanzó fuego a los bichos que comenzaban a acercársele y a todo lo que había en el cuarto, incluso a la caja en la que se escondía Elliot. El robot, al sentirse quemado, salió corriendo hacia la puerta y la destrozó. Ya podrían escapar los hermanos. 

Mariana voló hacia Gabriel, lo tomó del brazo y escapó con él y con algunos insectos que aún estaban en el cuerpo de su hermano. Cuando estuvieron fuera vieron que el fuego se había esparcido por toda la casa. 

Vicente vio la oportunidad de abandonar a su amo y lo hizo. Se llevó a Leandro con él, aunque antes tuvo que apagarlo porque este no hacía nada más que eliminar a todos los bichos que habían aparecido.

Cuando ya habían perdido de vista la casa, Gabriel le dijo a su hermana: "¡No nos han pagado". "A veces es un poco tonto", pensó Mariana y rió. "Aún es un niño, aunque ha pasado por mucho". 

La casa del señor Ramsés quedó reducida a cenizas. La policía llegó a averiguar el motivo del incendio y descubrió que había sido intencional. Los policías creyeron que el mismo Ramsés lo había provocado y por ello lo llevaron al manicomio. 








lunes, 2 de junio de 2014

Los exterminadores de bichos (tercer post)

El señor Ramsés, el señor Vicente, Mariana y yo estamos en el sótano para eliminar a los últimos bichos de la casa. El lugar es oscuro, incluso con el foco de luz encendido. Hay algunas cajas de cartón repartidas por el suelo, también un ropero y una jaula de fierro abierta. Deben haber tenido un animal muy grande. De pronto, la puerta del sótano se abre y ahora entran Elliot y el señor Leandro. "¡Por fin estamos todos!", dice el señor Ramsés. 

Parece que Elliot hizo bien su trabajo de limpiar los cuartos porque el señor Leandro está feliz. Bueno, parece feliz por su sonrisa, aunque es difícil saberlo por el aspecto general que tiene. Es un hombre muy muy delgado, su cabello es castaño, largo y ondeado. Tiene dos piernas de palo y su pecho y espalda... ¡qué nervios! En su pecho y espalda tiene cuatro orificios de los que se prolongan alambres gruesos. ¡Y sus ojos! No tiene. 

Me da mucha curiosidad saber qué le pasó. 

Cuando recién entramos a la casa, quise preguntarle qué le había ocurrido. Justo cuando estaba por hacerlo, Mariana se dio cuenta de mi curiosidad y me dijo al oído que no lo hiciera. Según ella, tengo cierta mirada cuando algo me llama mucha la atención y quiero preguntar. Ahora, por su culpa, nunca sabré qué le pasó. 

"Comiencen con la limpieza de esta último espacio, por favor", dijo el señor Ramsés mientras cerraba con llave la puerta. 

¿Por qué cierras la puerta? pregunta el señor Vicente.

Para que no escape ningún insecto responde el señor Ramsés, pero el señor rubio parece que no le cree. Su mirada me recuerda al de Mariana cuando yo hago algo que le parece mal. 

No estarás pensando... pero el señor Ramsés le interrumpe.

¡Cállate! le grita alterado. 

Mariana y yo nos miramos sin saber qué estaba pasando. El señor Ramsés señala al señor Vicente y él salta hacia atrás como si alguien le hubiese dado un golpe muy fuerte. Cae dentro de la jaula y esta se cierra. 

El señor Vicente se levanta y nos dice: "¡Escapen!". No entiendo lo que está pasando. Mariana me toma del brazo y corre hacia la puerta, pero no se puede abrir. 

"Leandro, ve por ellos", ordena el señor Ramsés y Leandro obedece. 

"¡Cárgame y vuela!", le exijo a Mariana. Lo intenta, pero caemos al piso. ¡Justo esta mañana se me ocurrió comer más que de costumbre! 

Leandro nos atrapa con los alambres que salen de su cuerpo y que tienen vida propia. Creo que es un robot como Elliot. ¿Y Elliot? ¿Dónde está? Ha desaparecido el miedoso. ¿Cómo habrá escapado? 









miércoles, 21 de mayo de 2014

Los exterminadores de bichos (segundo post)

Estoy en la sala principal quemando arañas en los techos. A diferencia de Gabriel que tiene una botella de alcohol y un encendedor, yo tengo un moderno espray lanza llamas, pero él no lo sabe. No se lo digo porque sino querrá que se lo de y se puede hacer daño con él. 

Me acompaña Vicente, un señor de cabello rubio y largo (más largo que el mío). Se viste un poco raro: lleva sombrero de copa, saco, pantalón y zapatos de color rojo. 

"Me gusta tu cabello. Eres la única pelirroja que he visto después de diez años. Pensé que se habían extinguido", me dice y se ríe. Creo que se intenta burlar de mí. Pero mejor no le respondo. "Tu piel es demasiado clara. No me gusta, niña. ¡Pareces muerta!", ríe el tonto de nuevo. "Perdóname, a veces soy un poco atrevido". Lo eres. 

De pronto veo una tarántula que se esconde entre las cortinas de la ventana de la sala. Sí que es horrible. No había visto arácnido tan grande. ¿Y ahora cómo la mato? Si le lanzo una llama de fuego se prenderá también la cortina.

Entonces veo un macetero del que cojo una pequeña piedrecita y se la lanzo al animal. La tarántula se mueve hacia el techo. Justo lo que quería. Le lanzo fuego y se prende. Listo, trabajo terminado.

Mentira, no muere y comienza a moverse por todo el techo. ¡Qué horrible! Esta araña gigante es tan persistente con su vida como el señor Vicente con sus bromas. La persigo para volver a lanzarle fuego, pero entonces cae. 

"¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Sácame el animal de mi cabeza!", grita el señor Vicente. Yo me quedo inmóvil sin saber si quitarle la tarántula o verlo sufrir unos segundos más. 

Al instante llegan Gabriel y el señor Ramsés. Mi hermanito quita el animal del sombrero del hombre y lo extermina. 

El señor Ramsés se ríe de su amigo. 

"¡No vamos a pagarles nada!", grita enfurecido la víctima de la araña. Pero el señor Ramsés lo contradice: "Pagaremos". Esos nos calma a mi y a Gabriel. Hubiese sido trágico si todo lo que habíamos hecho habría sido en vano. "Pero antes queremos que limpien el sótano", sonríe. 




martes, 22 de abril de 2014

Los exterminadores de bichos (primer post)

I
Mariana tiene unas hermosas y metálicas alas, mientras que yo solo tengo un casco verde con antenas. Papá había armado ambos aparatos, pero nunca nos los había enseñado. Él siempre ensamblaba piezas para crear un montón de instrumentos, había creado a Elliot y muchas otras cosas ya antes inventadas. Para Mariana y para mi, papá había sido un genio. Solo él nos hizo comprender cómo funcionaban las hélices de los helicópteros, la televisión, las antenas de las cucarachas y las alas de las mariposas.

Pero al señor Ramsés no le interesa eso, le interesa que haga contacto. Estoy agachado de cuclillas con la cabeza, el casco y las antenas hacia un pequeño orificio que hay entre la pared y la puerta de la cocina de la mansión. Llevo quince minutos en esta posición esperando localizar cucarachas. No me gustan esos bichos, sobre todo cuando no quieren salir de sus escondites para dejarse matar. El señor Ramsés está esperando impaciente que termine con ellas.

Él es muy raro, igual que sus dos amigos. Viste todo de negro y tiene la boca pintada de rojo. Su cabello es oscuro y su piel es demasiado blanca, parece que se echara alguna crema en el cuerpo para aclarárselo. 

Mariana está en la sala principal revisando si hay arañas en el techo y Elliot está limpiando los cuartos. Por cierto, somos exterminadores de bichos. Hemos empezado a trabajar en esto recién hace tres meses cuando encontramos en el armario de papá el casco y las alas que ahora usamos.

Yo solo uso el casco que inventó mi padre (tiene unas antenas que permiten hacer contacto con todos los animales que también tienen antenas) porque Mariana dijo que las alas eran peligrosas para mi. ¡Mariana es una tramposa! Cree que por tener quince años, y yo once, puede ordenarme. Yo soy hombre y debería mandarle. En cambio, Elliot no es de quejarse. Él utiliza la escoba para matar a los bichos. Él es un robot, pero estoy seguro que tiene más sentimientos que mi hermana. 

¡Por fin! Salió una cucaracha y parece que del orificio se asoman más. Veo de reojo al señor Ramsés y noto una sonrisa y mirada cómplice. Él entiende que debe guardar silencio. Los bichos comienzan a salir en filas y yo voy retrocediendo. Llevo mis brazos hacia mi espalda, cojo una botella de alcohol y un encendedor, rocío a todas las cucarachas con el líquido y luego una pequeñísima candela. Diez segundos después todos los insectos están rostizados. La cocina se inunda de un terrible olor. El señor Ramsés se queja. “¡Elimina ese aroma ya!”. Con un espray perfumo todo con un olor a canela. 

¡He terminado mi trabajo!, espero.


Por cierto, somos exterminadores de bichos.


Continuará.

martes, 1 de abril de 2014

Los nuevos vecinos

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Era de mañana y un camión muy grande llegó a la vecindad. Se detuvo en la casa donde antes vivía el señor Alfonso con su familia. Del vehículo salieron unos hombres que comenzaron a bajar toda la carga que llevaban para meterla dentro de la casa. 

La señora Bertha miraba por su ventana a los hombres de mudanza mientras que su pequeño hijo Daniel leía su recién comprado diccionario de animales. La mujer fue a contarle a su esposo que tendrían un nuevo vecino. "¿Otra vez, Bertha? Espiando y espiando te la pasas", le recriminó su marido. 

Pero la señora Bertha no podía quedarse sin saber quién o quiénes serían los nuevos vecinos, así que llamó a sus amigas: la señora Irene, la señora Ana, la señora Noelia, la señorita Graciela y la señorita Noelia (gemela de la primera Noelia) y fueron a visitar la casa.

Ellas preguntaron a los hombres: "¿Quiénes se están mudando?". Pero ellos no sabían nada. "No lo sabemos, señoras. Solo recibimos el encargo de recoger estas bultos y traerlos acá".

¡Qué intriga! Las damas esperaron y esperaron, pero la noche llegó y no apareció nadie. Decepcionadas, se fueron a sus casas para alimentar a sus esposos, a sus hijos o hermanos, quienes se habían quedado sin desayuno, almuerzo y casi sin cena. 

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Al día siguiente, había movimiento dentro de la antigua casa del señor Alfonso y todas las señoras de la vecindad regresaron y tocaron el timbre. Se oyeron fuertes pasos aproximarse hasta que la puerta se abrió. Las mujeres vieron con asombro a su nuevo vecino: era un poco grande, un poco verde, un poco coludo, un poco trompudo y de dientes filudos. "Y su piel era reseca como la de la abuela Centésima", pensó Bertha, pero no comentó nada para no ser descortés. 

"¿Cómo está? ¿Cuál es su nombre? ¿Es casado? ¿Es familiar del señor Alfonso?", preguntaron las mujeres en coro. "Estoy bien. Me llamo Coco y vivo con mi esposa y mi hijo. No soy familiar del señor Alfonso", respondió el nuevo vecino. "Le hemos traído este pastel de manzana. Esperemos que lo disfrute y que se lleve muy bien con todos. Cualquier cosa que necesite, nos avisa", dijeron las señoras y se despidieron.

El señor Coco se sintió bien porque esas señoras eran muy amables, no como sus antiguos vecinos, quienes al verlo corrían para alejarse de él. 

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En el colegio, Daniel se llevaba muy bien con el hijo del señor Coco: Coquito. Aunque su apariencia era un poco diferente a la de los demás niños, Daniel se divertía jugando con él. Lo único que le pareció raro era que cada vez que abrían su diccionario de animales e iban a pasar a leer los animales que empezaban con la letra "c", Coquito le decía que mejor dejasen el libro y hagan otra cosa.

Pero un día, Daniel, en su casa, decidió revisar las páginas de los animales que empezaban con la letra "c": caballa, camaleón, camello...". "¡Qué geniales!", pensó. Y de pronto llegó a "cocodrilo" y vio la imagen y la explicación que lo acompañaban: reptil de gran tamaño (alcanza más de los 4 metros de altura), de piel escamosa, trompa y cola largas, viven mayormente en los ríos y es voraz. 

"¿No es igual a Coquito?", se preguntó Daniel, que era tan listo, y fue a contárselo a su madre. 

"¡Qué! ¡¿Un cocodrilo?!", grito la señora Bertha y se desmayó. Antes nadie se había dado cuenta de que los nuevos vecinos eran cocodrilos. 

A la mañana siguiente todos los vecinos estaban mudándose por temor al señor Coco y a su familia. Y Daniel estaba triste de haber descubierto que Coquito era un cocodrilo voraz. 

viernes, 14 de marzo de 2014

El paraguas de Matilde (segundo post)

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Desde la noche en que la visitó Constantino a su cuarto, Matilde no dejaba de pensar en otra cosa que volar a otras ciudades. Todo lo demás le aburría. No prestaba atención en las clases ni a ninguno de sus amigos. No le hacía caso a su madre ni a su padre. 

"¿Quieres dejar este pueblo?", le preguntó Constantino en la clase más aburrida para Matilde: Educación Física. "Sí, creo que sí", respondió ella. Claro que quería dejarlo. Además, pensaba, seguro que el niño le llevaría a un lugar increíble. "Sí, quiero, pero ¿y mi familia?", preguntó un poco preocupada. "Bueno, entonces aún tienes que pensarlo", dijo Constantino y se retiró. El profesor no le dijo nada por irse. 

"¡Qué raro!", pensó Matilde. "¿Acaso no lo reprenden?". 

Rosa se había ubicado lejos de Matilde para no molestarle. Matilde la vio, pero no le dijo nada. Sí, era verdad que al final Rosa tenía razón en seguir creyendo en príncipes azules y otras cosas de cuentos, pero no le interesó ese día preocuparse por ella. Solo pensaba en si dejaría el pueblo y si escribiría alguna carta de despedida a sus padres y a Adrián. 


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Cuando llegó a casa, mamá la castigó mandándola a su cuarto por haber hecho llorar a Rosa. Se había enterado por la madre de la niña que Matilde no quería ser más su amiga. 

Molesta, se echó en su cama. "¡Qué tonta y llorona es Rosa!", repetió mil veces en su cabeza hasta agotarse y quedarse dormida.

Unas horas más tarde, ya de noche, se despertó debido a unos fuertes gritos que provenían de la sala de su casa. Cuando bajó, observó que su padre discutía con Adrián. Mamá lloraba. Parecía que sus padres estaban decepcionados de su hermano. Matilde no quería ni imaginar de qué se trataba. No quería saber por qué el rostro de mamá estaba mojado de lágrimas.

No podía soportar más ese día. Jamás había llorado cuando veía a sus padres discutir o pelear, siempre había preferido desaparecer en esos instantes. En esta ocasión regresó a su cuarto. 

Sí, tenía que dejar ese lugar porque era el peor lugar del mundo. Por lo menos ese día lo era. Y Constantino parecía haberse enterado. 

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De nuevo estaba en su ventana con el paraguas.  

"¿Estás preparada para volar y abandonar este pueblo?", preguntó el niño. "Sí, más que lista", dijo Matilde. "Ya no tendrás que aterrizar. Siempre podrás estar sobre grandes montañas. No volverás si quiera a mirar atrás. No hay nada bueno allí".

A Matilde comenzó a molestarle un poco la manera de hablar de Constantino. "Supongo que no lo hay", dijo ella. "Al menos que no quieras alejarte de tus padres, de tu hermano y de tu amiga. ¿No los extrañarás? Porque no los volverás a ver", continuó el chico misterioso. En ese momento, Matilde sospechó que Constantino quería decirle algo más. 

Aunque estuviese muy molesta, no podía negar que no los iba a extrañar. Tenía nueve años y ni su hermano que tenía dieciséis los había dejado. 

Pero dejó de pensar en eso cuando, de pronto, vio que el cielo se iluminaba. Era impresionante lo que sucedía y la niña creyó que podía ser una premonición de que todo le iría bien. Y, cuando iba a reafirmarle a Constantino que lo acompañaría, vio en la mesa de noche el primer libro de cuentos que le había regalado su padre. "¿No lo había perdido? ¿Cómo llegó ahí?". Se acercó a él y acarició la tapa del libro. Lo había escrito su padre para ella. Lo había perdido y ahora estaba en sus manos de nuevo. 

"No quiero irme", dijo Matilde y levantó la mirada para buscar a Constantino, pero este se había esfumado. 


Fin